Llaman a la puerta. Y Wendy se dispone a abrirla porque es su única salida a la vida: la ventana está enrejada, como casi todos los hogares de un país que convierte su panorámica en una especie de infierno enjaulado. Es su casero. Un viudo enfermo que le da a la botella de baijiu, un calamitoso licor local que te aporrea el hígado y te descabalga el corazón. Son las tres de la tarde de un día cualquiera del mes y no viene buscando el pago del alquiler. Wendy empuja con todas sus fuerzas para volver a cerrar la puerta. El viejo sólo quiere meterle mano. O quién sabe: a lo mejor hasta violarla. Ese minuto de gloria que acaba en cárcel o en suicidio, si es que tras aliviarse es capaz de recapacitar.
Suele ocurrirle tres o cuatro veces al mes. Wendy Wu trabaja de camarera hasta la madrugada y se queda viendo películas del CCTV6 hasta que la luz le obliga a cerrar su cortina y se decide a acostarse. Y entonces, mientras el día transcurre, su casero, un auténtico carcelero que tras la muerte de su mujer decidió realquilar las tres habitaciones de casa –él duerme en el sofá del salón, como los perros-, se lanza en pos de un drama como para tomárselo a broma: bebe y bebe, alguna vez come o mordisquea algo, jode a sus inquilinos, y cuando pierde los estribos –castración química ya- intenta aprovecharse de sus tres arrendadas. Porque sólo admite a chicas, generalmente jóvenes y estudiantes.
Mil yuanes por cada habitáculo. Una buena oferta para los tiempos que corren de creciente inflación. La ducha, al estar fuera, suele estar restringida por las propias chicas que se lo piensan dos veces a la hora de quitarse la suciedad. Wendy orina en una palangana. Cuantas menos veces salga al pasillo más segura se siente. El arrendador corta internet cada dos por tres, intentando que sus presas, molestas, se acerquen a él. Pero Wendy prefiere chatear en su puesto de trabajo donde ya no se queja de las doce horas diarias que echa: mejor allí que en su propia casa.
Con cada colada debe hacer guardia delante de la lavadora. No se fía de semejante psicópata con tantas bragas dando vueltas y vueltas. Cuando se decide a lavar la ropa abre la puerta de casa, insinuando al patrón que al primer manoseo gritará. Pero el carcelero sólo reacciona al alcohol. Dice Wendy que a veces le pone cara de pena, que le regala comida, o que intenta pedirle perdón. Ella no acepta, aunque sabe que si sigue viviendo bajo su mismo techo estará, literalmente, en sus manos.
“¿Y nunca has intentado hacer grupo con las otras arrendadas?”, le pregunté; “En este país cada uno hace la guerra por su cuenta”, me contestó, recalcándome que en China las gentes que no son familiares o compañeras de trabajo nunca se dirigen la palabra. “Sé que hace tres meses se acostaba con una de las inquilinas. Me imagino que a cambio de no pagar el alquiler. Pero un día debió acordarse de que también le gusta el dinero. Al día siguiente ella se fue”.
Wendy ya toca los veintiocho años de edad. Una edad muy compleja cuando no te has casado. Su familia se teme que sea lesbiana, “una enfermedad” para buena parte de las mentes del país. “En Gansu, mi provincia, no me queda amiga de la infancia sin marido e hijo. Una ya hasta se ha divorciado”, me comentó mientras intentaba aclararse las ideas. “Tengo que buscarme otra vivienda; pero si me voy ya me quedo sin fianza. Y la verdad, cada vez que busco otra habitación asumo que no podré pagarla con el trabajo que tengo. Pero es que trabajos mejores tampoco hay”.
Wendy gana 2.400 yuanes más comida, unos 280 euros al cambio actual. El zulo más sus gastos de agua, luz e internet le restan casi la mitad del mismo. Y cuando libra –dos días al mes, consecutivos- debe cocinarse doble ración (almuerzo y cena) en una cocina improvisada que no es más que una sartén conectada a una base eléctrica, sobre el suelo, junto a su cama. “Con salir a ducharme y hacer la lavadora ya tengo bastante. Cuantas menos veces salga mejor”, me dijo una Wendy a la que no se le permite privacidad: tiene prohibido no sólo subirse a amigas a su habitación, sino también a amores de una noche, una de sus únicas posibilidades de asentar una relación que le permita escapar de semejante atolladero. “¿Y la policía?”, le pregunté; “Yo soy como si fuera extranjera y él es de Xiamen. Por aquí no estamos bien vistos los que venimos de provincias pobres. Además, él siempre lo negaría todo. Realmente no ha ocurrido nada grave. Salvo el miedo que tengo. Pero eso no tiene valor para las autoridades. Ni se ve ni se toca”.
La multitud de asociaciones patrias –casi todas mantenidas por los gobiernos nacional y todos los autonómicos sin saberse aún bien el porqué- que dicen apoyar a las mujeres en España o en naciones tan estrambóticas como Laos o Uganda, no ponen pie en China. Que en todo caso serían sus tacones finos o la suela del último modelo de Nike las que merodearían sus dramas. Suele pasar: o se trabaja en casa o en lugares donde el veraneo es continuo y los vecinos son todos diplomáticos. Y en China vivir no sólo le cuesta a los oriundos sudor y lágrimas.